El carro de la alameda


Fonsi había localizado un carro en el claro de una alameda. Había que cruzar por el arroyo, atravesar unas huertas, llegar hasta Pilatos y caminar un rato hacia las afueras. Buscamos a Carlos para que nos acompañara, pero no lo encontramos. El sol aún pegaba de lo lindo, era por la tarde, en julio. Llegamos a la arboleda y cruzamos el riachuelo por donde siempre. Un puente artesanal, compuesto por dos troncos y algunas tablas como suelo unía las dos orillas del regato, que discurría cristalino un par de metros más abajo. El arrollo y la alameda eran un oasis en medio de un calor sofocante. Entrar en ella era casi como hacerlo en una nevera. Un pequeño sendero serpenteaba paralelo al cauce subiendo o bajando a merced del farallón que limitaba con los tremendos árboles. La maleza y la vegetación contrastaban con los campos anexos, casi yermos en pleno verano. Entre las ramas de aquellas zarzas que flanqueaban los aluviones del río era fácil encontrar telas de araña enormes y brillantes. El único ruido audible era el agua cristalina discurriendo por un cauce de arena amarilla y cantos rodados. Nos quedábamos embelesados viendo como las raíces de los árboles peleaban por alcanzar el agua y quedaban a la vista en el muro que flanqueaba el arroyo.

Mediado el camino, salimos al llano de fuera de la alameda. Bordeamos una pequeña huerta de árboles frutales protegidos por espantapájaros hechos con sacos de fertilizantes Rio Tinto. Un palo sujetaba el saco mugriento y una lata hacía de cabeza y sonaba con el viento como si fuera una campana. Llegamos hasta el camino al que daba la calle de Pilatos y continuamos por él hacia las afueras del pueblo con la alameda del carro ya a la vista. Unas zapatillas de deporte y un bañador eran toda nuestra vestimenta. Sentíamos el calor en la piel como si fuera una manta. Apenas hablábamos, impacientes por llegar al carro. En un recodo del camino se abría de nuevo la gran alameda de olmos, fresnos y álamos. El suelo aparecía plagado de pelusas blancas que hacían de alfombra y que se asemejaban a la nieve. Los árboles eran tan frondosos que en el claro donde estaba el carro la sombra obligaba a que nuestros ojos se acostumbraran al cambio de luz. El carro aparecía aparcado en mitad de la pequeña explanada y era de los que nos gustaban pues en lugar de yugo al final de la viga tenía un enganche pensado para los tractores. El enganche era de hierro y en forma de L. Para nosotros era un asiento perfecto. El juego en el carro, en los carros, trataba de sentarse en el extremo de la viga mientras que los compañeros se subían a la zona de carga y con su peso la hacían elevarse como si fuera un balancín. Éramos capaces de pasar así toda una tarde, elevando la viga y volviéndola a dejar caer jugando con nuestro peso. A veces, la viga caía con fuerza porque calculábamos mal el cambio de peso y golpeaba el suelo con violencia haciendo rebotar al que ocupaba el puesto del enganche. La diversión era mayor para quien se sentaba ahí, de modo que nos turnábamos. Esa tarde a mi me tocó el primero.

Fonsi y David se acoplaron en la parte trasera del carro y yo me acomodé en la viga. Enseguida el carro se movió y la viga se elevó apuntando al cielo blanquecino. Mis huevos sufrían en lo alto porque se aplastaban contra el hierro del enganche. David se bajó del carro pero no fue suficiente para que mi peso lo hiciera pivotar y cambiar de posición. Entonces Fonsi se apeó también pero yo continuaba en lo alto con las piernas colgando y las manos apoyadas en la viga, sujetándome. De pronto, de entre los árboles, como un monstruo que estuviera al acecho, surgió un hombre blandiendo una rama verde como si fuera un látigo. Con ella repartía fustazos a Fonsi y a David, que no lo habían visto aparecer. Al sentir los viajes en la espalda desnuda ambos comenzaron a huir rodeando el carro y pasando por debajo de mi. Yo, atrapado en lo alto de la viga vi como ese hombre les perseguía hasta la entrada del claro. Ellos corrían aterrorizados y heridos por los latigazos haciendo sonar sus pisadas contra el suelo de tierra del camino. El hijoputa que los golpeaba desistió de perseguirlos y se giró para cebarse conmigo. Atrapado en las alturas no podía verlo porque me quedaba a la espalda. Aquella basura humana llegó hasta mi y desde abajo comenzó a azotarme sin piedad con esa rama-látigo. A mis escasos ocho años el llanto pronto me vino a los ojos y a la boca en forma de gritos de pánico implorándole que parara. Llamé a voces a mi madre, a mi padre y al mismísimo Cristo. Los latigazos me herían la espalda y el cuello haciéndome un daño atroz. Era un dolor indescriptible. Primero sentía la rama tocar mi piel y un instante después un picor que terminaba en escozor similar a que produce una quemadura. El grandísimo hijodelagranputa me atizaba sofocado y sin descanso imitando a los negreros de Kunta Kinte. Recuerdo que en un momento dado, cuando ya no tenía ni fuerzas para gritar por el dolor, bajé la cabeza hasta la viga como si tirase la toalla. El mal nacido que me pegaba, dueño del carro por otro lado, dejó de fustigarme y se retiró unos pasos hacia los árboles. Yo miré hacia él, que dejaba el claro y salía de la alameda para ver a mis amigos correr como enfermos. Muerto de miedo decidí saltar desde lo alto para poder escaparme. Caí medio bien y el cerdo no tuvo tiempo de reaccionar antes de que yo empezara a correr más deprisa de lo que tengo conciencia de haberlo hecho en toda mi vida. Al salir de entre los árboles el sol me cegó. Apenas podía ver el camino que conducía al pueblo mientras notaba como mis piernas me llevaban a toda velocidad. El bastardo descerebrado que nos había agredido tan brutalmente, sobre todo a mi, no satisfecho con tan criminal acto comenzó a tirarme piedras y terrones de tierra que me explotaban cerca y que me llenaban las zapatillas de arena. Corrí y corrí desandando el camino hasta alcanzar la húmeda alameda en la que ya no podía ver ni las zarzas color turquesa ni las telas de araña extendidas como trampas ni el agua que sonaba a limpio. Apenas me percaté de que el pequeño y rudimentario puente estaba falto de tablas y que había que tener cuidado para no meter un pié entre ellas y caer abajo o joderse un tobillo. Alcancé la explanada donde aparcaban los tractores los Honorios y vi a Carlos. Mi cara, mis formas y mis gritos le asustaron de tal forma que giró sobre si mismo y apretó a correr delante de mi huyendo. Yo le llamaba llorando, pero mis fuerzas debían estar al límite porque ya no podía ni correr. Cogí el camino hacia mi casa desde la higuera, ya andando más que corriendo. Sentía que la espalda me ardía como si me estuvieran arañando cien gatos. Anduve la parte final hasta mi casa, sollozando. Al llegar a la puerta, con la mentalidad de niño que lógicamente tenía, dudé un instante, pues me dio por pensar que quizá ese hombre tenía razón en pegarme por haberme subido a su carro. Pero mi madre y mi abuela me vieron llegar y rápido vinieron hacia mi. Me escocía la espalda, el cuello y las piernas, que tenía literalmente en carne viva por los latigazos. Cuando mi madre me giró para ver lo que me pasaba sus gritos eran más poderosos que los míos.

La beneficencia, la época y la mentalidad de la gente de pueblo salvó a ese criminal de la cárcel y, lo que es peor, de las garras de nuestras madres que no pudieron dar con él a tiempo.

Deja un comentario